Jerry Lee Lewis

El músico considerado una leyenda de la edad dorada del rock and roll, falleció en su casa de Memphis a los 87 años

Jerry Lee Lewis durante un concierto en septiembre de 2008.

Jerry Lee Lewis, la última leyenda de la edad dorada del rock and roll, murió este viernes a los 87 años en su casa de Memphis (Tennessee). Algunos portales llevaban un par de días rumoreando sobre su fallecimiento, pero la triste noticia llegó al final este viernes. A Jerry Lee Lewis le apodaban elocuentemente The Killer (El Asesino), por su temperamento colérico y fiereza interpretativa, se convirtió en pionero e icono del rock and roll, rivalizó en la década de los cincuenta con toda aquella gloriosa avanzadilla de la nueva música del diablo –Elvis Presley, Chuck Berry, Little Richard, Carl Perkins–, los sobrevivió a todos y siguió impartiendo lecciones de furia hasta bien entrado en la condición de octogenario. Pero su ya maltrecha salud le dio la espalda definitivamente a los 87 años. Deja una vida de película (en todos los sentidos, también el literal: Great Balls of Fire triunfó en la gran pantalla en 1989), momentos trágicos y truculentos y, sobre todo, dos de las canciones más importantes de la década de los cincuenta: Whole Lotta Shakin’ Going on y, claro está, esas celebérrimas “Grandes bolas de fuego”.

Había nacido en Ferriday (Louisiana) en 1935, en el seno de una familia paupérrima que supo barruntar su descomunal talento artístico y se endeudó para comprarle un piano de pared de tercera mano que le enseñaron a tocar desde los 10 años dos de sus primos. Encarnaba el perfil más temible y afilado de aquella nueva música excitante que supo canalizar las ansias de liberación juvenil tras el trauma de la guerra. Elvis podía mostrarse también como un chico tierno y adorable, pero Lewis –pelo largo y rubio, fuerte acento sureño, actitud desafiante y libidinosa– era el yerno que ningún padre desearía encontrarse en casa. Y todo ello pese a haber sido educado en una iglesia evangélica, un aspecto que siempre le produciría contradicciones internas, porque agudizaba el contraste con su temperamento alocado, sicalíptico y propenso a las adicciones.

Presumía de haber debutado en público a los 14 años con un concierto en un concesionario de automóviles, desarrolló un estilo bombástico y muy teatral (siempre de pie, siempre deslizando los dedos en virulentos glissandos sobre las teclas) y terminó resultando inevitable que Sam Phillips, el plenipotenciario fundador de Sun Records, supiera de sus andanzas y le fichara para sus estudios de Memphis, primero como músico acompañante y enseguida ya como jefe de filas. Allí coincidió en 1956 con Elvis Presley, Carl Perkins y Johnny Cash, con los que integraría el llamado Million Dollar Quartet. Fue solo la antesala de sus dos temas superlativos, que estrenaría en 1957 en el televisivo The Steve Allen Show y que le catapultaron a una fama incontrolable de costa a costa.

El éxito parecía no conocer cenit, pero el mundo tampoco tardaría en descubrir el lado más turbio y controvertido de nuestro personaje. En mayo de 1958, inmerso en una gira por el Reino Unido que debía erigirle como ídolo también al otro lado del Atlántico, un reportero descubrió que su tercera mujer, su prima Myra Gale Brown, tenía tan solo 13 años cuando contrajeron matrimonio. El escándalo fue mayúsculo, Lewis fue acusado de pederastia y tuvo que suspender todo el calendario de actuaciones cuando solo llevaba tres conciertos sobre suelo inglés. Nunca se recuperaría del todo de aquel episodio: las radios estadounidenses le censuraron de inmediato y ninguna de sus cientos de composiciones posteriores alcanzaría el Top 20 en las listas.

Su legado discográfico incluye cerca de 40 elepés, notables incluso en la última década: se despidió de los estudios de grabación en 2014 con el hermoso Rock and Roll Time, pero cuatro años antes se había dado el gustazo de manufacturar un álbum de duetos, Mean Old Man, con una nómina impagable de admiradores y amigos, desde Mick Jagger a Eric Clapton, Willie Nelson o Sheryl Crow. Pese a todo, nunca logró que su nombre no estuviese más vinculado a las páginas de sucesos que a las de espectáculos. Perdió a su cuarta y quinta esposa en circunstancias nada claras (Jaren Pate se ahogó, sobre Shawn Stephens siempre pesó la sospecha de que sufría violencia machista), vio también morir a dos de sus hijos (Steve Allen Lewis se cayó a una piscina con tres años; Jerry Lee Lewis Jr., que despuntaba como batería, falleció en accidente de tráfico a los 19) y protagonizó algunos episodios terribles por su afición a las armas de fuego. Sobre todo, cuando disparó de manera fortuita a uno de los miembros de su banda o cuando en 1976 la policía le arrestó borracho en las inmediaciones de Graceland, la mansión de Presley, y descubrió que en la guantera del coche escondía un revólver cargado.

Tampoco contribuyó a paliar su aureola de chico malo el célebre incidente en la gira compartida con Chuck Berry, al que los promotores colocaron como cabeza de cartel y, en consecuencia, responsable del último concierto de la noche. Preso de los celos y de la ira, Lewis acabaría rociando el piano con gasolina y prendiéndole fuego mientras interpretaba la versión más flamígera, indudablemente, que jamás haya conocido su Great Balls of Fire.

Achantado por la mala fama y la pujanza incontestable de Beatles, Rolling Stones y demás aristocracia rockera de los años sesenta, Jerry Lee se reconvirtió a finales de aquella década como artista de country y supo mantener una trayectoria musical bastante más coherente que la vital. La versión del clásico Chantilly Lace, por ejemplo, fue muy celebrada. Pero la sucesión de peripecias extremas en su currículo era demasiado golosa como para no dar pie a obras muy relevantes en torno a su figura. En 1982, siete años antes del largometraje protagonizado por Dennis Quaid, Nick Tosches ya había dado forma a una biografía apabullante, Fuego eterno: la historia de Jerry Lee Lewis. La editorial Contra publicó la versión en castellano hace relativamente poco, en 2016.

Aquel texto no llegó a reflejar otros momentos de una vida que nunca llegó a ser del todo apacible. En 1984, por ejemplo, tuvo que someterse a una delicada cirugía para extraerle un tercio del estómago, ulcerado por los severos abusos en la ingesta de drogas. Mucho más agradable fue que en 1986 su nombre figurase, junto a Elvis, Chuck Berry, Ray Charles, Sam Cooke, James Browne, Buddy Holly o los Everly Brothers, entre los 16 primeros inscritos en el Rock and Roll Hall of Fame.

La ya maltrecha salud de estas últimas semanas le impidió asistir, el pasado 16 de octubre, a su inclusión en otro Hall of Fame, en este caso el de la música country. La muerte le visitó finalmente en el condado de Desoto (Misisipi), donde residía junto a la séptima de sus esposas, Judith Coghlan. Le sobreviven también cuatro de sus hijos. Tras la pérdida de Little Richard, en 2020, el rock and roll pierde al último de sus padres fundadores y se queda huérfano ya para siempre.

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